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El rostro de Jesús en el evangelio de Juan

por Bill Mitchell

Sobre el Evangelio de Juan… «Es un charco mágico, lo suficientemente pequeño para que un niño chapotee en él sin peligro, y lo suficientemente grande para que un elefante nade en él.» (William Temple)

Es sorprendente que la mayoría de las palabras clave de este Evangelio son de una o dos sílabas: ser, pan, vida, luz, amor, verdad, lavar, agua. Otras son más largas, como «palabra», «camino». Hay imágenes que hasta el más pequeño puede entender: «el viento que sopla de noche», «ovejas», «un pastor », «un manantial». Sí, los niños pueden chapotear en este charco. Pero, a la vez, la persona que más ha avanzado en el camino podrá encontrar aquí una fuente de estímulo inagotable.

En nuestra vida diaria, este es el Evangelio que nos resulta más familiar. Sus expresiones impactantes y sus frases breves y poderosas nos llaman la atención y perduran en nosotros, como las siete declaraciones de Jesús en las que usa la expresión «Yo soy»: «El pan que da vida» (6.35), «la luz que alumbra a todos» (9.5), «la puerta de las ovejas» (10.7), «el buen pastor» (10.11), «el que da la vida y el que hace que los muertos vuelvan a vivir» (11.25), «el camino, la verdad y la vida» (14.6), «la vid verdadera» (15.1). Para muchos, ciertos pasajes de este Evangelio están relacionados con determinadas experiencias de su vida. En la Escocia donde me crié, era raro ir a un funeral en el que no se leyeran las palabras de este Evangelio. ¡No puedo recordar a nadie que en momentos así leyera de Mateo, Marcos, o Lucas! Las palabras del Evangelio de Juan llegan a la profundidad de nuestro dolor.
A dos hermanas que estaban de luto, Jesús les dijo:

Yo soy el que da la vida y el que hace que los muertos vuelvan a vivir. Quien pone su confianza en mí, aunque muera, vivirá. Los que todavía viven y confían en mí, nunca morirán para siempre. (11.25, 26)

A los discípulos desconcertados, que trataban de hacerse a la idea de que Jesús iba a morir y a dejarlos, sin que ellos pudieran irse con él, Jesús les dijo:

No se preocupen. Confíen en Dios y confíen también en mí. En la casa de mi
Padre hay lugar para todos. Si no fuera cierto, no les habría dicho que voy allá a prepararles un lugar. Después de esto, volveré para llevarlos conmigo. Así estaremos juntos. (14.1-3)

No es ninguna sorpresa entonces que, en tiempos de crisis, acudamos al Evangelio de Juan y al Jesús que encontramos allí. Pero este Evangelio es muy distinto de los otros que hemos estado examinando. Comienza en forma dramática, austera, poética, con lo que es en verdad un himno glorioso. Hay ritmo, cadencia, elocuencia, poder.
No comienza con el nacimiento sino que nos remonta a edades antes de ese acontecimiento. No hay relatos del nacimiento de Jesús como los que encontramos en los otros tres Evangelios: magos, pastores, etc. Sólo una declaración simple y profunda:

Aquel que es la Palabra habitó entre nosotros y fue como uno de nosotros. (1.14)

Tuvo su hogar entre nosotros. Trata el nacimiento de Jesús, no para decirnos cómo sucedió sino por qué. No es que Juan no supiera lo que los demás evangelistas habían dicho. Algunos acontecimientos son los mismos. Además, también parece estar al tanto de los interrogantes en torno al nacimiento de Jesús. En una discusión animada con los líderes judíos sobre quiénes son los verdaderos hijos de Dios, le dijeron: «¡Nosotros no somos ilegítimos!» (8.41). No sorprende encontrar en estas palabras una injuria, un dejo de sorna, una burla cuestionando el origen de Jesús.

Hay otras similitudes con los otros tres evangelistas. Jesús es el maestro que Dios ha enviado (3.2). Marcos no es el único que enfatiza la humanidad de Jesús.
Cuando está con las hermanas que estaban de duelo, el texto dice de manera simple y profunda que «se sintió muy triste y les tuvo compasión… Jesús se puso a llorar» (11.33-35). La palabra que se usa para el llanto de María quiere decir «gemido fuerte» (33), pero se utiliza otra distinta al hablar de Jesús: sin poder contener su dolor, «rompió en llanto». La tensión dramática que se ve en Marcos se acentúa más en Juan mediante el entretejido de «Aún no ha llegado el momento» (por ejemplo, 2.4; 7.30), «llegará el día» (por ejemplo, 5.25; 16.2), y «ha llegado el momento» (por ejemplo, 12.23; 17.1). En Juan, al igual que en Lucas, Jesús derriba las barreras y se acerca a los excluidos y marginados (véase 4.1-42). Los discípulos «se extrañaron de verlo hablando con una mujer» (4.27), y como si esto fuera poco, ¡con una mujer samaritana!
Sin embargo, hay grandes diferencias. A primera vista parece que no hay parábolas. Pero en un examen más detallado, encontramos, casi escondidos, dichos breves, concisos y expresivos (3.8,29; 4.35-38; 5.19,20; 8.35; 10.1-5; 11.9,10; 12.24,35,36; 16.21).
Jesús dice que usa «ejemplos y comparaciones» (16.25), y no siempre son fáciles de entender. También hay «parábolas actuadas» como pequeños dramas puestos en escena frente a nosotros (por ejemplo, 13.1-11). Hay diálogos fascinantes (por ejemplo, 3.1-15) y discursos largos (por ejemplo, 14–16). Las «grandes obras» que Jesús hace no se denominan «milagros »; son «señales». Es un Evangelio lleno de símbolos poderosos.

La forma del Evangelio


El «prólogo» o introducción (1.1-18), la llegada de la Palabra al mundo, se complementa con el epílogo:
Jesús en Galilea, preparando un desayuno de pescado asado y pan para unos amigos cansados (21.1-25).
Algunas palabras de la introducción pueden ayudarnos a entender el resto del Evangelio:

Aquel que es la Palabra estaba en el mundo. Dios creó el mundo por medio de aquel que es la Palabra, pero la gente no lo reconoció. La Palabra vino a vivir a este mundo, pero su pueblo no lo aceptó. Pero aquellos que la aceptaron y creyeron en ella, llegaron a ser hijos de Dios. (1.10-12)

Estas dos respuestas

su pueblo no la aceptó…

aquellos que la aceptaron…
llegaron a ser hijos de Dios.

resumen las dos secciones del libro:
1.19-12.50 el Libro de las señales;
13.1-20.31 el Libro de la gloria.

Su pueblo no la aceptó…
Hay siete «señales»: Jesús convierte el agua en vino en la fiesta de bodas (2.1-11); sana al hijo de un oficial (4.46-53); sana al paralítico de Betzatá (5.1-9); alimenta a cinco mil (6.1-14); camina sobre el agua (6.16-21); da vista al ciego (9.1-41); resucita a Lázaro (11.1-44). Noten el número siete, al igual que hay siete dichos «Yo soy». Un número simbólico especial en la cultura judía: plenitud, totalidad, perfección.
Casi al final del Libro de las señales, hay un contraste marcado. Algunos griegos (¡gente no judía!) que habían venido a Jerusalén para la fiesta de la Pascua seacercaron a Felipe (¡quien hablaba griego, tenía un nombre griego y era de Betsaida, una región con predominio griego!): «Señor –dijeron–, queremos ver a Jesús» (12.21). «Ha llegado el momento» de que Jesús sea glorificado, y la primera señal es el homenaje que le rinden estas personas no judías. En contraste, hablando sobre su propio pueblo, el autor comenta: «Jesús había hecho muchos milagros delante de esa gente, pero aun así la gente creía en él» (12.37).

Para ser fieles al relato, algunos sí creyeron:

…muchos judíos y algunos de sus líderes creyeron en Jesús, pero no se lo decían a nadie porque tenían miedo de que los fariseos los expulsaran de la sinagoga. Ellos preferían quedar bien con la gente y no con Dios. (12.42, 43)

Ellos preferían recibir honores de los hombres más que los honores (o «gloria») de parte de Dios. La siguiente sección del libro habla de esa «gloria de Dios».

Pero aquellos que la aceptaron… llegaron a ser hijos de Dios

En el Libro de la gloria, Jesús les enseña a los once el significado del discipulado (15), les promete la ayuda y la presencia del Espíritu Santo (14.15-31) y ora por ellos y por los que se convertirán en sus seguidores a través del testimonio de ellos (18). Luego, mediante la experiencia de su muerte (18–19) y resurrección (20.1-29), les revela su gloria verdadera. De cara a la cruz, les había dicho: «Ha llegado la hora para que el Hijo del hombre sea glorificado» (12.23 RVR), el momento de que todos supieran de verdad quién era él. Como lo expresó San Columba en su gran himno Christus redemptor gentium: «Cristo subió a la cruz roja» como un rey que se instala en su trono. Según ese gran misionero de la iglesia céltica, Jesús reina desde la cruz.

El rostro de Jesús
El rostro de Jesús que vemos es el del amor, porque es el rostro de Dios.

Nadie ha visto a Dios jamás; pero el Hijo único, que está más cerca del Padre y que es Dios mismo, nos ha enseñado cómo es Dios. (1.16-18)

No fue casualidad que Jesús usara la expresión «Yo soy», pero sí conmocionaba a sus oyentes porque era eco de lo que sabían de la historia de Moisés, y de lo que Dios le había respondido tantos siglos atrás cuando Moisés le preguntó qué debía decir a los que le preguntaran quién lo había enviado:

Diles que soy el Dios eterno, y que me llamo YO SOY. (Éxodo 14-16)

Por eso la gente comenzó a tomar piedras para apedrear a Jesús cuando este dijo: «Les aseguro que mucho antes de que naciera Abraham, yo soy» (8.58-59). Para ellos era una blasfemia.
¿Quién es este Dios? ¿Por qué vino Jesús? Él mismo dijo:

Dios amó tanto a la gente de este mundo, que me entregó a mí, que soy su único Hijo… (3.16)

¿Cómo amó? El capítulo 13.1-12 es una especie de bisagra que enlaza los dos «libros» que hemos estado explorando. Es una parábola que Jesús protagoniza ante sus seguidores incrédulos. «Él siempre había amado a sus seguidores que estaban en el mundo, y los amó de la misma manera hasta el fin», hasta las últimas consecuencias (13.1). Ahora les iba a mostrar la magnitud de su amor. Jesús sabía que había llegado el momento de que volviera al Padre. «Dios había enviado a Jesús, y Jesús lo sabía; y también sabía que regresaría para estar con Dios» (13.3). Esta no es solamente una parábola representada, es también una gran parábola geométrica divina, una curva inversa:

Jesús está sentado a la mesa; se quita el manto y se pone una toalla; toma una palangana de agua y se arrodilla; en el punto más bajo de la «parábola», toma el lugar de un siervo para lavar pies sucios; luego se pone el manto y se vuelve a sentar: regresa a su lugar.

¿Cómo lo entendemos? Se hizo a la sombra de la cruz. El que lava es aquel «que quita el pecado del mundo» (1.29 RVR). Jesús «se quitó» el manto, les lava los pies y «se puso otra vez» el manto. En el texto griego, los verbos para «quitarse» (tithenai) y «ponerse» (labein) el manto son los mismos que Jesús, el Buen Pastor, empleó al hablar de su muerte y resurrección:

El buen pastor está dispuesto a morir por sus ovejas… También yo estoy dispuesto (tithesin) a morir para salvar a mis seguidores… Mi Padre me ama porque estoy dispuesto a entregar (tithemi) mi vida para luego volver a recibirla (labo). Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego (tithemi) porque así lo quiero. Tengo poder para entregar (tithemi) mi vida, y tengo poder para volver a recibirla (labein). (10.11,14-15,17,18)

El motivo de la narrativa es la limpieza. «Si no te lavo los pies, ya no podrás ser mi seguidor.» El significado es que no hay lugar al lado de Jesús para los que no aceptan la limpieza que les ofrece mediante su muerte. El llamado al discipulado es el reflejo de lo que hizo Jesús como siervo de Dios.
Esta doble parábola anticipa la cruz. A los discípulos los hace «participar del poder del Cristo inmolado». Si queremos ver a Jesús, al igual que los griegos que acudieron a Felipe, en el Evangelio de Juan nuestra mirada se fijará en el rostro del amor: el inimaginable, infinito, eterno amor de Dios.

Querido Señor Jesús, como Andrés y su amigo te preguntamos: ¿Dónde vives?
Y escuchamos tu respuesta: “Ven y lo verás.” Como ellos y como los griegos, queremos ver…, verte con más claridad, amarte más y más, seguirte más cerca, cada día. Amén.

El doctor Bill Mitchell fue Coordinador de traducciones para las Américas de Sociedades Bíblicas Unidas.